Soltar, saltar

Soltar se parece a saltar.
Más allá de su versión fonética.

Las dos acciones,
instantes antes de llevarlas a cabo,
provocan un vuelco en el estómago.
Se eleva hasta tocar el corazón que,
de pronto,
intuyes que ya no te pertenece,
o que es otro;
sigue subiendo el escalofrío,
la adrenalina,
una sensación, tal vez, sin nombre
hasta llegar a la garganta
donde levanta un muro
en el que se confunde el miedo y la alegría,
tras el que no se escuchan los gritos,
tras el que no se ven las lágrimas.
Pero están, los dos. Atrapados.

Saltar se parece a soltar
porque da el mismo vértigo tomar velocidad,
o coger impulso,
para enfrentarse a una caída abrupta,
que cuando intentas frenar el tiempo
en la despedida de unas manos
que apuran hasta la última caricia, el último roce,
tan leve, imperceptible,
de los dedos que ya se alejan sin apenas darse cuenta de su adiós.

Soltar se parece a saltar
porque los dos llevan al vacío,
la nada que ya conocemos,
la nada a la que regresamos
porque nunca la terminamos de conocer.

Si de amar se trata…

Si de amar se trata, habrá que empezar por una misma.

Por presumir de imperfecciones:
de la miopía que me hizo llevar gafas desde los 14,
de los kilos de más que no hay operación bikini que rebaje,
de los lunares que se quedaron a vivir en mi piel,
de las cicatrices visibles,
de las arrugas que asoman cuando son treinta y tantos, largos,
de las ojeras cuando las semanas son tan cansadas,
de los rizos descontrolados que sufrieron horas y horas de plancha en la adolescencia.

Y habrá que presumir también de correr en sentido contrario a los convencionalismos,
de haber aprendido que el verbo disfrutar también se conjuga en femenino,
de amar el silencio de la soledad elegida y necesaria,
de tambalearme, cuando quiero, en el equilibrio conquistado,
de soñar con los pies en la realidad.

Si de amar se trata
me hubiese gustado que me enseñasen, pronto, que soy mi primer amor,
la naranja entera,
que me debo fidelidad, lealtad (o no; o no siempre),
a gustarme con defectos y virtudes,…
ojalá lo hubiese descubierto antes aunque, al final, lo que cuenta es haber aceptado a la mujer que soy.
Y hacerlo a tiempo.

Si de amar se trata, habrá que empezar por una misma.
Quererse bien
para querer después.
Con todo.
A quien venga.

Pero a mí, primero.

Si soplará el viento, habrá salido el sol,
o si es la lluvia lo que aguarda tras los cristales, es algo que poco importa.
Excepto para hacer alguna vana elección en el armario.
El día a día de demasiados días.
Un calendario parado en marzo que no se acaba pero nos agota.
La realidad, un telediario de desagradables noticias:
miedo, cifras, costumbre.
A las 7 de la mañana, a las 3 de la tarde, a las 9 de la noche.
Eso también aterra.
Habituarte a la nueva normalidad,
ese concepto, insulto a la inteligencia, que ni trae nada de nuevo, ni tiene nada de normal.
No hay apenas huella de lo que fue.
De una vida
-tan lejana, tan difusa en el tiempo pasado-
que también asusta no saber si seremos capaces de reconquistarla,
de regresar a ella asumiendo que no todo estará donde lo dejamos.

¡Ay! La vida pasada.
Aquel lugar donde hoy solo sería un largo domingo de nostalgia más
y no esto,
que ya no sabemos ni lo que es.