A unas horas de exhibir el amor como un escaparate -cuando el cariño, el querer, la entrega habría que celebrarlo cada día que estamos vivos- recupero estos versos que escribía hace un año y que hablan del amor a uno mismo, ese que todos deberíamos sentir, ese que nunca debemos olvidar,
el que no nos enseñaron,
y el que nos ayuda a amar.
Bien.
A los demás.
«Si de amar se trata, habrá que empezar por una misma.
Por presumir de imperfecciones:
de la miopía que me hizo llevar gafas desde los 14,
de los kilos de más que no hay operación bikini que rebaje,
de los lunares que se quedaron a vivir en mi piel,
de las cicatrices visibles,
de las arrugas que asoman cuando son treinta y tantos, muy, muy largos,
de las ojeras cuando las semanas son tan cansadas,
de los rizos descontrolados que sufrieron horas y horas de plancha en la adolescencia.
Y habrá que presumir también de correr en sentido contrario a los convencionalismos,
de haber aprendido que el verbo disfrutar también se conjuga en femenino,
de amar el silencio de la soledad elegida y necesaria,
de tambalearme, cuando quiero, en el equilibrio conquistado,
de soñar con los pies en la realidad.
Si de amar se trata
me hubiese gustado que me enseñasen, pronto, que soy mi primer amor,
la naranja entera,
que me debo fidelidad, lealtad (o no; o no siempre),
a gustarme con defectos y virtudes,…
ojalá lo hubiese descubierto antes aunque, al final, lo que cuenta es haber aceptado a la mujer que soy.
Y hacerlo a tiempo.
Si de amar se trata, habrá que empezar por una misma.
Quererse bien
para querer después.
Con todo.
A quien venga.
Pero a mí, primero».