
Algunos días le escribo al olvido.
Yo, que desde hace tiempo
-mucho tiempo-,
me aferro a los recuerdos,
deseando no olvidar lo inolvidable.
Lucho por la supervivencia
de mi memoria de niña, de adolescente…
Observo con ternura unas fotos
que han perdido brillo y color;
me ofrecen un instante irrecuperable,
la imagen que no volverá a repetirse.
Pero un día fue.
Escucho en plataformas digitales
la misma música que sonaba en discos de los 80;
es la misma con la que he crecido,
con la que me fui convirtiendo en quien hoy soy.
Los dos tarareamos los mismos estribillos.
Mas nos quedó bailarlos.
Me recreo en la caligrafía
de las letras de mi nombre,
en su significado.
Una elección oportuna,
antes, incluso, de que yo fuese.
Firmo alegría,
la tatúo en cuadernos y documentos,
la siento y la presiento.
A veces, hasta la atrapo y la hago mía.
Y mientras invento versos,
pienso en cuánto me gustaría que tus cuentos
nunca hubiesen tenido final,
en cuánto me gustaría
que siguieses inventando tardes de risa para mí,
abrazos que solo eran para mí,
miradas que solo se dirigían a mí…
La niña de tus ojos,
la que aún pregunta y escucha silencio,
la que vuela al pasado inventando otro presente,
la que recela de la vida desde sus cicatrices.
– “Y veinte años no son nada”, hay quien afirma.
Nada, pienso.
Apenas una vida.
Aquella que no viví contigo.